Seis días en Albania

Septiembre, 2022

I

Vas a Albania sin saber nada de ese país, vas sin prejuicios y un mínimo itinerario: seis días. Yo solo conocía su ubicación en la pequeña Europa. Fui sin saber más, ni tampoco menos que la mayoría de los alemanes sabe sobre este país. Me decidí por este país, frente a Italia, al norte de Grecia, país que lleva en español y en el mismo orden las vocales de mi nombre. Aunque el nombre propio del país, en albanés, sea totalmente diferente y suene mejor que en español. Su nombre se escribe así: Shqipëria.

Salir de Alemania era algo esperadísimo por nosotros: por mí y por mi hijo. El dinero, la pandemia y la falta de tiempo hacían postergar unos días de alejamiento, días de aislamiento ya los habíamos tenido. Mientras que en la pandemia todos éramos casi iguales: no podíamos movernos ni vacacionar. El año 2021 todos comenzaron a movilizarse como locos, y el 2022 más aún. No podía estar más en casa, en la misma ciudad, con la misma gente. Así que volamos el 20 a Tirana.

En Alemania yendo en tren al Aeropuerto Internacional de Fráncfort una mujer de México y su madre buscaban su equipaje. Yo les dije que ese era el último vagón y que quizás tenían que ir en la otra dirección a buscarlo. Me pareció muy extraño que no supieran dónde estaba su equipaje. Más extraño me pareció que un joven alemán les indicara a las dos mujeres que las maletas que mi hijo y yo llevábamos eran las de ellas. Yo le dije en voz alta que esas eran nuestras maletas. El muchacho, alemán, se hizo el sueco.

Ya estando en el Aeropuerto de Fráncfort quisimos cambiar euros a leks. Mientras estaba en la cola vi que una azafata estaba haciendo un cambio de moneda, no sé de qué moneda a qué otra, pero vi que se había olvidado su tarjeta bancaria en la máquina de la casa de cambio. Se lo dije y reaccionó amablemente. Probablemente ya se encontraba en su destino. O entre el aquí y el allí. En cambio, nosotros no pudimos cambiar euros a leks. Y todavía estábamos aquí, en Alemania. Ahora ya de vuelta tengo en mis manos unos 1500 leks, a saber, cuándo los gastaré.

Luego, en la cola de control se coló la antipatía. Una mujer alemana y su esposo nos miraban con extrañeza, minutos después querían adelantarse en la cola, al final el controlador les dijo que volvieran a sus sitios. Nosotros sonreímos delicadamente, yo, no tan delicadamente. Ya en el avión después de las largas colas la línea aérea Lufthansa nos ofreció solo una cajita de agua y un chocolatito con una grulla en su papel. Al aterrizar en Albania fui la única que aplaudió, pero me siguieron otros dos, aunque los tres detuvimos nuestro entusiasmo raudamente y a la vez. Al querer salir, ya de pie, le dije a Víctor, mi hijo, refiriéndome a una alemana de unos treinta años que estaba sentada: seguro ella va a ponerse de pie y va a querer empujarme: dicho y hecho. Después se justificó en español diciendo que ella tenía la razón. Felizmente dejamos por unos días Alemania y a los alemanes. También a la alemana en Albania.

Ya en tierra firme, ¡a buscar los buses! Primero parecía todo un poco desordenado, y aunque el aeropuerto es pequeño no sabíamos hacia dónde ir. Salimos del aeropuerto yendo hacia la izquierda, allí había muchos buses, el nuestro nos llevaría a Tirana, a la ciudad. A una terminal donde todos hablaban y decían a qué ciudad iban, por ejemplo, a: “¡Berati, Berati! “Y a muchas más. Apenas escuchamos y vimos un cartel en el bus que decía Berat, subimos.

II

Llegar a Berat en el bus fue agradable, llegamos a finales de septiembre, no hacía tanto calor. Los buses no eran de lujo, pero tampoco carcochas como las existentes en el Perú. En el bus todos dialogaban. No entendíamos nada. Miraba a través de la ventana ese paisaje de estreno. Ese paisaje con construcciones sin terminar y muchas veces abandonadas a su suerte. Después, por todo el camino: plantas en sus jardines, plantas en macetas, tiendas con colores un poco estridentes, adornos tratando de acomodarse a toda situación, muchos edificios y muchos hoteles modernos con arquitectura chicha. Eso sí que me hizo recordar al Perú. Pero después, después, después: los olivos en hileras al lado de la carretera. Y más tarde, cuando nos parecía que ya llegábamos a Berat, aparecía una montaña de color gris claro, suavizada por el blanco. No era la nieve en ella, ese era su color natural. Estábamos muy lejos de ella para saber de qué estaba hecha. Las montañas en Berat en cambio no son tan altas, se podían describir bien: tienen árboles y se podían alcanzar con ellas el castillo. Desde abajo vimos parte de la muralla del castillo, y desde los puentes pudimos ver las mil ventanas y las montañas.

Cuando llegamos a la terminal de Berat, y desde antes ya nos preguntábamos cómo íbamos a hacer para llegar a nuestro hostal sin saber el idioma. Al oírnos hablar, a mi hijo y a mí, un joven de unos veintiséis años nos dirigió la palabra en español. El joven nos dijo que había aprendido castellano viendo telenovelas. Hablaba un español bastante bueno. Él y nosotros nos dirigimos con nuestras maletas juntos hacia un bus urbano. Fue un trayecto corto y divertido, sobre todo porque otro muchacho intervino en nuestra conversación, también en castellano. Una señora intervino en albanés, dijo algo que fue traducido inmediatamente; la señora dijo en albanés que los albaneses entienden a todos y que a ellos nadie los entendía. Eso esbozó una sonrisa nuestra, y la de los demás pasajeros. De esta escena además recordé a una alemana en Heidelberg a quien le conté que había leído que en Albania varios aprendían español por las telenovelas. A lo que la pseudo culta se rió con sorna y de una forma arrogante, como si la forma de aprender el español por ella hubiera sido la perfecta. ¡Claro, si vives en España en la época de Franco por motivos familiares, te ahorraste la academia y la corriente del televisor!

El cobrador en el bus se acercó y le pagamos con unos cuantos leks. Recibimos un boleto como en Lima. Yo exclamé sonriendo al cobrador: ¡con billete y todo! El cobrador sonrió orgulloso, como si habláramos de un premio.

Llegar al hostal nos costó subir una calle empinada. Ya casi llegando les preguntamos en inglés a dos jóvenes que venían de bajada, por la ubicación del hostal. Una de los dos era la hija de nuestro anfitrión. Ella nos dijo que su padre nos estaba esperando. Ese momento, el llegar y poner las cosas fue como todas las veces al llegar a un desconocido sitio, salvo por la amplia terraza que daba a una parte de la ciudad. Daba, no a las mil ventanas, pero sí a una buena parte de ellas. Digamos a unas doscientas cincuenta ventanas, a dos mezquitas, a una catedral, a las montañas, etc. Nos bañamos y descansamos. Cuando de repente escuchamos la llamada a la oración desde una mezquita. La adhan, que es como se nombra a esa llamada, nombre que por primera vez leo, y que muchos de mis conocidos la han nombrado de diferentes formas, pero ninguno así. La adhan me abrió las puertas de Albania. Esa llamada me dejó inmóvil y me hizo pensar en siglos de historia y también de pleitos y luchas. A pesar de ser como un bálsamo espiritual de sosiego, la llamada era para mí, quien nunca había escuchado la adhan, como un llamado a que supiera más de Shqipëria, es decir, de Albania.

III

La primera y única noche que estuvimos en Berat fue como si una cuerda larga envolvente y transparente nos jalara para que no durmamos: no duerman hoy, tienen que conocer Berat, parecía decir. Sobre todo, porque sabíamos que al día siguiente iríamos hacia otra zona, hacia el mar.

Salimos a comer a un sitio que tenía una vista maravillosa hacia las ventanas de Berat, pero que no nos pareció tan especial como lo había descrito nuestro anfitrión. Aunque ya he leído buenas críticas por ahí. La comida no era mala, pero a comparación de todos los demás días en Albania, inclusive en nuestro único día en Berat, comimos mejor. Quizá ese primer día fue el de la llamada adaptación. La adaptación a una comida que no es grasosa ni está muy sazonada, pero sabe muy bien, a natural. Será porque no hay tanta industria por ahí, no lo sé. Eso es lo que nos preguntamos hasta ahora.

Regresando al hostal, cruzamos un puente, el nuevo puente, no el más bello, pero sí el que más se mueve si uno corre o pasa en grupo por allí.  El río Osumi casi seco permitía a unos perros callejeros caminar y correr por él, por eso iban sin temor a ahogarse. Los ladridos de estos perros vagabundos entre la oscuridad y las luces de la ciudad reclamaban largamente no sé qué. Sentimos un poco de miedo y angustia.

IV

En el momento del restaurante anterior otra vez escuchamos la adhan. Paralelamente a la adhan a todo volumen una música de todas las radios comerciales del mundo competía con la voz de la mezquita. Tengo grabado ese feo momento, me refiero al de la interrupción comercial.

V

El día del Castillo de Berat

Por la mañana también nos sorprendió la adhan, pero aún más el amanecer y las luces que entraban por las diferentes montañas. Nos asombraron los tonos de luz dependientes de los colores de las montañas.

La distancia entre los árboles de la cima de una de las montañas era como las puntas de las púas en los lomos de algunos dinosaurios, pienso en los stegosaurus. Era un dinosaurio convertido en montaña que se escondía detrás de otra montaña. A su vez una montaña libre de prehistoria, y, sobre todo, clara, recibía el sol en su frente. Después de disfrutar esas figuras en el paisaje de estreno nos alistamos para desayunar. Los anfitriones nos esperaban con un desayuno sabroso, casero y abundante. Lo que más nos gustó fue la mermelada de higos, caserísima ella, preparada por la dueña del hostal y con higos de su jardín. Creo que volveremos al mismo sitio en nuestro próximo viaje a Berat. En el desayuno conocimos a un matrimonio francés, los dos ya jubilados se iban al Cañón de Osumi. Nos contaron de su visita al Perú hace muchos años. Los dos hablaban un español fluido. Luego nuestro anfitrión nos explicaría en italiano cómo llegar al Castillo de Berat. Ahora desde Alemania me entran unas ganas de ver ese paisaje del Cañón de Osumi.

Con la clara explicación anterior nos dirigimos al castillo, pero antes fuimos al museo etnográfico por una calle empinada que de todas maneras conducía al castillo. Se veía a muchos trabajadores por las calles; estaban poniéndolas nuevas. El museo nos gustó mucho por los objetos que se exhiben en él y por el orden que tienen las habitaciones. Era como una casa tradicional. Allí aprendimos a decir gracias en albanés. Más tarde estrenaríamos la palabra gracias en albanés “faleminderit”, al equivocarnos de camino. Dos señoras desde su balcón nos harían señas para que fuéramos por otro camino, al pronunciar la palabra gracias en su idioma, las dos señoras se alegraron muchísimo; ese momento fue como si ellas hubieran recibido un regalo; pero fuimos nosotros los que recibimos el regalo. El regalo fue la alegría de aquellas al pronunciar nosotros una palabra de su idioma. Agradecimiento total mío por ese momento.

Llegamos al castillo por una entrada que no era la entrada oficial o principal. No fue intencional ese arribo; ese fue el camino que nos habían indicado desde nuestro hostal. Lo que me da un poco de lástima es que no hayamos visto las pinturas de Onufri. ¡Mi culpa! Antes de llegar a Albania no había leído mucho de este país. Esto es uno de los motivos por los cuales volveré. Aunque no solo Onufri es el motivo, la ciudad de Berat merece ser visitada por lo menos dos días. El cañón de Osumi y la montaña que arriba había mencionado llamada Tomorr cerca de Berat merecen más días.

Arriba en el castillo, mi hijo y yo respiramos profundamente, como si fuéramos a chupar un poco de la historia que el castillo y la ciudad exhalan. Eso nos causó un poco de gracia porque lo hicimos casi en simultaneo. En aquel castillo se ven diferentes edificaciones de distintos siglos y confesiones.

VI

Vlorë

Teníamos que llegar a Vlorë porque ya habíamos reservado con anticipación el hotel. No sabíamos que Berat nos haría estirar el tiempo para que nos quedáramos con ella.

 Llegamos a Vlorë en bus. Llegamos, por así decirlo, de bus en bus. Hay algo un poco desorganizado en Albania, por lo menos donde estuvimos. La gente te dice dónde para el bus, pero nadie sabe a qué hora viene. No hay ningún letrero, ninguna parada de autobuses. En una de esas rotondas se nos acercó un hombre y dijo que nos podía llevar. Ya había leído que uno no debe tomar uno de esos taxis improvisados, me dio un poco de miedo. Pero sobre todo era el miedo a los taxis de Lima el que me apoderó en ese momento. Decidimos caminar porque no aparecía ningún bus. Ya estábamos cansados y de repente decidimos tomar un taxi que se encontraba entre otros taxis.  Al principio nos asustamos porque el taxímetro no se movía, pero eso es normal en Albania. Lo vimos también en Tirana. El taxista era una persona muy simpática. Creo que nosotros fuimos sus primeros clientes.

Ese mismo día ni bien llegamos al hotel, un hotel muy moderno, pero no tan especial ni familiar como el de Berat, dejamos nuestras cosas y fuimos directamente hacia la playa.

VII

Las calles y la playa

Directamente fuimos a la alameda de Vlorë, hacia la puesta del sol. En primer plano vimos entre las luces del sol que daban al mar, una vieja bicicleta y a su dueño que eran una sola sombra; a espalda de ellos, muchas construcciones modernas, por tanto, mucho cemento. Al lado del ciclista había una rueda de feria apagada que esperaba que el sol se oculte para comenzar a andar e iluminar. Edificios altos e iluminados contrastaban con los botes sencillos de los pescadores. Estábamos en el muelle viendo el mar, la puesta del sol con una línea interminable, los distintos sonidos por todos lados. Un alegre alboroto llegaba a nuestros oídos. De repente nos dio hambre. Ese mismo día descubrimos nuestro concurrido restaurante en los de días en Vlorë. Escogimos ese sitio porque los lugareños comían allí.

El segundo día salimos hacia otra dirección, también en Vlorë, en la calle donde nos estábamos quedando salía de una sala, una higuera a través de unas oxidadas rejas de una casa abandonada, la casa tenía un solo piso, tiene que haber sido muy bella, y tiene que haber vivido una familia numerosa allí. La misma calle tenía huecos a veces, algunas tapas de las alcantarillas habían sido robadas. Esto último y los cables que cuelgan por muchos sitios me hicieron recordar malamente a Lima. Aunque los cables enredados no superaban en cantidad a los de mi ciudad natal.

Vimos a perros que buscan comida en la basura y muchos gatos a la hora de cenar, en la ciudad. Los perros no son agresivos, aunque uno siempre les tiene miedo o respeto.

El centro de Vlorë es moderno. Me hizo recordar al principio levemente a la avenida Larco y a su continuación Larcomar, en Miraflores; por cierto, Larcomar no me gusta para nada. Una ciudad con altos edificios y muy iluminados. Edificios, que suelen ser hoteles como en muchas ciudades a la orilla del mar. El camino de la avenida principal estaba muy limpio, aunque en dos calles, en una transversal y en otra calle paralela pudimos ver que quemaban basura. La avenida principal era amplia, tanto las veredas como la pista. Además, tenía un camino para las bicis, una ciclovía sin pintar. En la calle se reunían muchos amigos; era agradable ver a esos grupos de gente de diferentes edades reunidos sin estar amontonados. En la misma calle el bullicio de unos jóvenes escapaba del patio de una escuela sencilla y un poco descuidada entre todo ese intento de modernidad. Había unos rompemuelles muy curiosos en la misma calle, eran de forma triangular, del mismo color que la vereda. Es decir que cualquiera que no los conociese o estuviese descuidado podía caer sobre ellos. Nos pareció algo rarísimo y mal planteado. Me pregunté si algo parecido podría existir en Lima, y me respondí: sí, indiscutiblemente. En nuestra caminata por la calle principal la calle iba envejeciendo y se ponía más bonita. Obreros en un andamio como en una escena dentro del teatro y sin griteríos como en el teatro alemán, limpiaban la fachada del teatro Petro Marko en esa calle, ¡renovándose estaba Vlorë! Petro Marko fue un escritor albanés, él escribió Hasta la Vista, novela que trata de los voluntarios albaneses que participaron en la Guerra Civil Española.

 Después de nuestro prolongado paseo, vimos al frente de nuestra acera, una antigua mezquita. Lamentablemente no se podía entrar a la hora que paseábamos por allí. Pasos más tarde una enorme estatua me hizo recordar a Kiev y sus monumentos para los héroes, hablo del Monumento a la Independencia de Vlorë.

En una esquina, antes de llegar al casco antiguo de Vlorë vimos un proyecto de edificio, bien podría haber sido un hotel, pero se quedó en un principio de hotel, ya que habían abandonado la construcción. Me fue raro ver un armatoste tan grande en esa ciudad floreciente muy cerca del Monumento a la Independencia.

El centro histórico de Vlorë aparece cuando uno le da las espaldas al armatoste mencionado cuatro líneas arriba. El centro histórico es muy pequeño y colorido, con cafés en filas que dan a una calle peatonal. Los cafés recién abrían, eran acogedores y pequeños.

De Vlorë también vimos La Vieja Playa con sus abandonados botes, con algo de basura en ella, pero con poca gente. Daban al mar unas casas viejas, habitadas por gente muy pobre, casas que habían pertenecido a militares. El día que fuimos a esa playa, vino de repente un perro grande, blanco y sucio, lentamente hacia nosotros, ese perro blanco en nuestras fotos anhelaba ser un caballo, se echó a dormir en la arena a unos metros de nosotros. Todos los que ven la foto del perro durmiendo piensan que es un caballo.

Mientras tanto un barco se veía a lo lejos distanciarse de Vlorë, un barco oscuro y un poco pirata. ¡No nos dio miedo!

VIII

Canina (VI a.C.)

Canina es un pueblo que está en una montaña. Allí hay un pequeño burgo. Subí sola a Canina porque mi hijo tenía que entregar unos dibujos para la universidad. No sé por qué se me ocurrió subir a pie. Podía haber ido en taxi.

El camino era muy empinado. A lo largo del camino había muchas casas de gente adinerada. Cuando descansaba veía hacia abajo, hacia el mar, y no hacia las villas. Desde una de esas villas recibí una invitación a pasar a tomar un cafecito. No me atreví.  Me hubiera caído bien un reposo, pero pienso que el calor hubiera sido el mismo.

Desde arriba, desde el sitio del burgo hay una vista increíble. Sin embargo, antes de llegar me indignó más que las villas, un sitio parecido a una playa: a una playa de estacionamiento. El estacionamiento era casi un esqueleto abandonado, gris y de cemento. Me pregunté por qué se habían atrevido a construir algo así cerca del burgo. ¿A quién podría preguntarle algo así? Si en la recta Alemania pasan peores cosas en la construcción. Casi arquitectura chicha inadecuada al lado de una construcción adecuada y vieja. Un burgo que soportó muchas invasiones de otros pueblos tiene que soportar aquella construcción.

Paseando por el burgo de Canina (Kaninë) me senté pensando en el cómo bajaría. De repente escuché hablar en ruso. Me alegré muchísimo de que en ese castillo del siglo VI antes de Cristo, estuviera yo, sentada cerca de unos muros ilirios, y de fondo escuchar un idioma familiar. Le hice una pregunta a una de ellas, me entendió y respondió en inglés. Las mujeres no habían sido rusas, sino ucranianas, pero el eco de sus voces llegó a mí en ruso, como en los tiempos que viví en Kiev. Una de las mujeres, era choferesa y guía de las otras dos mujeres. Cuando le conté que había llegado al burgo caminando, la choferesa me ofreció sus servicios gratuitos a mí también. Conversamos un poco y le agradecí mucho por el viaje. Me dejó en la puerta de nuestro hotel en Vlorë.

IX

Hacia Apolonia de Iliria y nuestro amigo el taxista

Salimos temprano a Apolonia (588 a.C.), sin mirar el reloj. Había leído y visto fotos de Apolonia. En un sitio web en italiano leí que se podía llegar a Apolonia sin dificultad alguna. Teníamos que llegar a Fier primero, después desde allí ir a un pueblo que se llama Pojan. La combi que nos llevaba no paraba ni por asomo por allí. Pregunté otra vez para llegar bien, mencioné varias veces a Apolonia como si fuera a mi lugar de origen. A veces porque no hay información de los buses y a veces ni paradas señaladas hay que preguntar varias veces: „Allí para el bus“ nos decían.
En el trayecto un señor que bajaba en Fier nos dijo que fuéramos con él. Dos chicas que nos habían dicho hola en español apenas subimos a la combi nos dieron confianza y asintieron para que fuéramos con él. Este señor hablaba muy bien el italiano. Nos llevó hacia la verdadera parada de taxis. Lo digo así porque si hubiéramos caminado solos alguien por el camino nos hubiera preguntado: ¿taxi? Y esto sin ser taxista. Mi experiencia como limeña me decía que no se debe tomar cualquier carro. El guía pasajero, que, a propósito, era originario de Berat, habló con el taxista y negoció con él. Le dijo en albanés que éramos de Perú y que no nos fuera a hacer una gitanada. Eso lo escuché y entendí muy bien porque esa palabra es parecida en varios idiomas, incluso en albanés. El taxista era una persona que hablaba solo albanés. Nos llevó a Apolonia. Nos esperó dos horas para que visitáramos con tranquilidad Apolonia de Iliria. Sin él no hubiéramos llegado nunca. Ni por toda la descripción de la página en italiano, ni por toda nuestra voluntad, ni por Google Maps. Al finalizar nuestra visita no lo vimos hasta que nos llamó desde una colina, estaba sacando unos frutos de un hermoso árbol. ¿Qué árbol es? ¿Quién sabe?
Uno de los guardianes se acercó de repente con un palo hacia nosotros, yo toda temerosa le pasé la voz al taxista. Pensé que nos quería prohibir el tiempo de cosecha. ¡No! No fue lo pensado. Yo, pobre yo: ¡pensando en los cachacos de Lima y en los controladores alemanes! El guardián vino a enseñarnos cómo se lanzaba ese palo para que cayeran los frutos a montones. Una especie de palo para la piñata sin que salieran plástico ni azúcar. Quedamos otra vez impresionados en Apolonia de Iliria. El lugar de las construcciones, los olivos cercanos, la tortuga que paseaba por allí como si nada, o mucho hubiera pasado. Pero más que todo nos gustó que en el trayecto de Apolonia a Fier el taxista nos enseñara muchas palabras de lo que veíamos: la carreta, la vaca, el caballo, loco, etc. La palabra loco salió al ver como conducían, conducen. Ese trayecto en un taxi venido a menos nos vino a más. Nunca olvidaremos a nuestro amigo taxista quien decía “mir” apenas mencionábamos el nombre de una ciudad. Nosotros: Tirana, y él: mir. Nosotros: Durrës, y él: mir. Nosotros: Gjirokastra, y nuestro taxista: mir. Ese paseo quedará en nuestros corazones por siempre. Faleminderit shumë!

X

Otro taxista

El otro taxista en Vlorë, a comparación de nuestro amigo taxista en Fier, nos cobró un ojo de la cara, qué pena que no encontráramos a un amigo albanés que le advirtiera de no timarnos. El de Vlorë comentó que su taxímetro no funcionaba. Además, nos dijo de buenas a primeras el precio por el trecho, al final nos dimos cuenta de que el viaje duró unos doce minutos, pero lo que nos cobró fue casi lo mismo que el taxista que nos llevó a Apolonia y que además nos esperó dos horas. Sobre aquel escribo aquí arriba. Arribamos cruzando un puente de madera, un puente muy descuidado que nos llevó al Monasterio de Zvernec, el de Santa María. El agua en la isla del monasterio apenas cubría la orilla de la que no tenía casi nada de agua, el puente parecía innecesario. Unos cangrejos descansaban muertos en la arena. Un gato paseaba por allí indiferentemente. Era negro. Nuestro retorno a Vlorë fue a pie. Mi hijo quería ir primero a alguna playa para despedirse, buscó en internet y encontramos una playa cercana que estaba limpia y vacía. Esta vez sí nos sirvió Google Maps para llegar allí. No tomamos taxi alguno, mi hijo no quería volver a ver a ese timador taxista. Escapando de éste, llegamos a la mejor playa de nuestro paseo en Albania y nos preguntamos si sería privada o pública, no fuera a ser como en Italia y muchas veces como en el Perú. Ese día lo disfrutamos inmensamente, era septiembre, no hacía tanto calor, el mar arrullaba a los cuatro gatos de la playa. ¡Esta vez sí personas, no gatos! Al final tomé algunas fotos y seguí el paso de mi hijo con sus zapatillas en la mano a la orilla del mar.

https://youtube.com/watch?v=mb7iNocseUs%3Fsi%3Dw3QLtS6yySgh30x9

Nos despedimos ese día de mar caminando descalzos, hasta que dimos con un muro de contención que nos impidió continuar el paseo. Había sido un puerto pesquero, pero creo que clausurado, no vimos a ningún pescador. Desde allí el camino se veía abandonado, había unas fábricas cercanas, pero no vimos a ningún obrero.

Desde la playa caminamos lenta y pesadamente por la pista. Vimos los rieles de los trenes, pero ningún tren. Vimos basura al lado de una reserva natural, pero no vimos la reserva. Ahora creo saber que estuvimos cerca al sitio donde quieren construir un aeropuerto. Yo venía de la playa con una bolsita que llevé para la basura. Esa costumbre la tengo de mi mamá, desde Lima: la costumbre de llevarnos la basura para no ensuciar el lugar que visitáramos. Yo llevaba mi bolsita en la mochila, pero al final la tuve que sacar porque recogía la basura que encontraba en el camino, la recogía como si fuera un país al que quiero salvar, como si fuera mi país que quería salvar.

Llegamos a duras penas a una posible parada de autobús. Vimos partir el bus que nos hubiera podido llevar a Vlorë delante de nuestras narices. Unos pastores que estaban sentados con sus cabritas se pusieron tristes al darse cuenta de que habíamos perdido el bus. Movieron los brazos hacia arriba y abajo, además exclamaron algo en albanés con mucha gesticulación. Nos causó alegría su solidaria queja.

Más tarde caminando, vimos bunkers. Nunca en Alemania he visto uno. En Albania dimos con unos bunkers por el camino al lado del mar. De repente, cuando ya no dábamos más, vi dos restaurantes en la carretera. A uno de esos lugares quería ir desde que llegamos a Albania. Seguramente mis ojos fueron leídos por uno de los dueños de un restaurante ya que insistió a que cruzáramos la pista y fuéramos a su restaurante. El dueño nos invitó cervezas. A mí hijo no le gusta la cerveza. A mí sí. Así que con la sed que tenía después de haber hecho unos 33000 pasos las disfruté. Nunca en ningún sitio nos habían invitado cervezas en un restaurante.

Para despedirnos de Vlorë cenamos en nuestro restaurante preferido. El de todos los días. En el sitio donde todos hablaban albanés, ruso, inglés e italiano.

XI

El retorno

Nuestro último día en Albania fueron lluviosas horas; aunque la lluvia había comenzado en Vlorë, en Tirana llovía a raudales.

Llegamos a nuestro alojamiento desde la terminal de buses en Tirana. Nos tomó más de una hora llegar al hostal. Además, el viaje en bus desde la terminal al centro no fue tan agradable, un poco hostil incluso. Una muchacha no se movió al vernos con las maletas. Seguía con su teléfono. Vanidosa ella. Antipática ella. Un muchacho contemporáneo a ella se puso a decir algo que no comprendimos, y que causó una sonrisa a otro joven y a la chica que nos bloqueó el sitio en el bus. Sin embargo, unas personas los miraron seriamente y ellos pararon la cháchara. Esa solidaridad de los otros pasajeros nos alivió. En el otro bus que tomamos había un chico que nos ayudó mucho a encontrar nuestro hostal porque hablaba español perfectamente. Él hablaba mejor que los otros chicos que nos ayudaron. A comparación de los otros que habían aprendido español viendo telenovelas, este último, había aprendido español en los juegos de computadora.  Pero todos podían dialogar muy bien.

Me di cuenta de que había sido un error haber reservado un cuarto en un hostal en Tirana sin conocer lo lejos que estaba. Y además como lo barato sale caro nos salió muy mal hospedarnos allí porque los dueños de ese hostal habían puesto una pared débil y delgada para tener más habitaciones lo cual hacía que escucháramos a los vecinos. Nosotros teníamos que salir a las cuatro de la mañana y los dos ingleses o gringos que estaban al lado hablaban mucho y tiraban las puertas. Cuando salimos, mi hijo Víctor hizo mucho ruido, yo lo imité.

El joven taxista que nos llevó al aeropuerto llegó puntual. Nos esperaba ya. A pesar de esa mala noche yo no quería partir de Albania. Al llegar al aeropuerto, le dije al taxista, en inglés, que me quería quedar, sonrió alegremente porque sabía que nos había gustado nuestro paseo por Albania. En el control, por ser un aeropuerto pequeño no padecimos de largas esperas, pero siempre hay gente que corre tarde y pasaporte en mano en los aeropuertos. En la tranquila cola, de la nada apareció una campesina, una doña de unos setenta años que se coló en la cola. Iba desesperada. Dos muchachos que esperaban como nosotros comenzaron a decir algo y a reírse. Ellos dijeron la palabra „nënë”, pensé que nënë quería decir abuela. Me pareció un poco de falta de respeto primero. Después al llegar a donde el controlador de seguridad la señora quería pasar sin ser controlada: ni ella ni su cesto. El controlador, bastante joven, la detuvo con palabras calmadas. La mirada del controlador hacia la campesina fue de mucho respeto e incluso cariño. Él le dirigió la palabra como si fuera un familiar. Le explicó como era el proceso de control. Me quedo con esa imagen familiar de dos desconocidos, una imagen que creo no podré ver nunca ni en el aeropuerto de Lima ni en el de Fráncfort. ¡Ah! La palabra nënë significa madre. 

¡Hasta la vista, Shqipëria!

Natalia Lévano Casas

13 de agosto de 2023

Hinterlasse einen Kommentar